«¡Qué manija!» Eso habría dicho tal vez Alberto Laiseca si hubiera podido enterarse ayer de la noticia de su propia muerte. Usaba esa palabra, «manija», para designar supersticiosamente los tejemanejes de los dueños del Poder, los que mueven los hilos, aun de la vida y de la muerte. El poder fue un asunto que, como las religiones, lo obsesionó largamente.

Había nacido en Rosario en 1941, pero decía que no era de ahí. «Uno es del lugar donde se crió. Y yo me crié en Camilo Aldao, provincia de Córdoba.» En una época, tenía encima de su escritorio una foto de la plaza de Camilo Aldao, como si fuera un recordatorio de la infancia. Su primera lectura decisiva fue El lobo estepario, de Hermann Hesse, que imitó según él hasta el plagio. Habría que sumar a Mika Waltari, Oscar Wilde (su Retrato de Dorian Gray) y El fantasma de la ópera, de Gastón Leroux.

La primera novela que publicó fue Su turno (que inicialmente, en 1976, y por una decisión editorial, salió para su furia con el título Su turno para morir). Se puso entonces en movimiento una poética que había empezado a prepararse muchos años antes. A esa poética el propio Laiseca le dio un nombre: «realismo delirante». Para que se entienda, su realismo era lo contrario del realismo de Fogwill o del de Saer, por decir dos que, a su vez, eran también muy distintos. Pero a Laiseca nada le importaba más que la realidad y los modos de representarla, aunque de manera delirante. El delirio servía para poner la realidad en la cuerda floja, y Laiseca hacía equilibro sobre ella (sobre la cuerda, sobre la realidad).

Aunque escribió relatos y poemas, lo suyo fue sobre todo la novela: El gusano máximo de la vida misma (1999), en su variedad más breve, o sus piezas mayores El jardín de las máquinas parlantes (1993) yLos sorias (1998).

La idea de Los sorias se remonta a cuando Laiseca tenía 9 años, la época en la que imaginó un mundo «compensatorio». Ese mundo creció y creció y adquirió proporciones colosales (en páginas, en delirio) hasta convertirse en una acumulación de saberes inusitadamente diversos, en un tratado de ambición orwelliana. Solía decir que Los sorias era una «novela romántica». En cierto modo tenía razón, porque esa novela era él mismo repartido en una multitud de personajes. Laiseca oponía el arte romántico al contemporáneo, y optaba por el primero. Detestaba el modernismo, y su alegato tiene la contundencia de un manifiesto en Aventuras de un novelista atonal (1982), en la que a las peripecias del sufrido novelista le sigue una nouvelle ilegible, tan ilegible para nosotros como era incomprensible para él la música de Arnold Schönberg.

Post-borgeano, Laiseca fue lo más cercano a «The Fool on the Hill» que tuvo la literatura argentina. Trabajó en secreto muchos años, sostenido por el reconocimiento de algunos pares, Fogwill entre ellos. El ciclo Cuentos de terror en I-Sat le dio una modesta fama por fuera de la literatura. Dejó un libro póstumo de memorias que Penguin Random House publicará en abril de 2017.

Fumaba incansablemente cigarrillos Imparciales, y cualquier conversación con él podía derivar en la extravagancia. Si se me permite una anécdota personal, hacia 2003 le hice una larga entrevista en video. La realización del programa exigía tomas exteriores, de modo que después de la charla en su monoambiente de Primera Junta fuimos a un bar a tres cuadras. No dijo una palabra en toda la caminata. El silencio era insoportable. Cuando nos sentamos, habló solamente para pedir un sándwich de salame y una cerveza. Comía y bebía en silencio. De pronto empezó a contar confusamente algo. Era, según dijo, una película pornográfica japonesa de género sado. Nunca averigüé si existía o no. Pero para mí el relato de ese film se computa también como «caso» de su literatura.

Fuente: La Nación.

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