Por Tamara Marrese Galán

Nuestra sociedad vive un clima donde viejas luchas toman cada vez más fuerza y ganan mayor espacio en la agenda social, política y cultural: se instaló el debate sobre cómo el machismo nos atraviesa diariamente, la resignificación del rol de la mujer y la reivindicación de la igualdad legal (junto con el respeto social) hacia las lesbianas, los gays, lxs bisexuales y lxs transexuales. En nuestro lenguaje cotidiano utilizamos diferentes palabras que, en menor o mayor medida, no contribuyen con las luchas mencionadas anteriormente. Una de ellas es la palabra puto.

Al buscar la palabra “puto” en Google podemos encontrar las siguientes definiciones:

“Puto: Persona que ejerce la prostitución”

“Puto: [Persona] que obra con malicia y doblez”

“Puto: Despreciable”

“Puto: Muy molesto o difícil”

“Puto: Muy mal, fatal”

“Puto: Estar en una situación complicada o muy apurada”.

Todas estas descripciones tienen una connotación negativa y en nuestro vocabulario habitual somos los responsables de su reproducción e internalización en la sociedad. Cuando se usa en las canciones de cancha es un insulto hacia el equipo contrincante; se le dice puto a aquél que tiene actitudes estereotipadas socialmente con “lo femenino”, ¿no pueden convivir en una persona rasgos de lo femenino y masculino, indiferentemente del género al que pertenezca?. O mismo, se dice puto, para referirse a alguien que es homosexual.

Es muy probable, al momento de emitirla, que no tengamos en cuenta que puede estar escuchando alguien que es homosexual (y que este, tal vez, no lo sepa, o por la sociedad homofóbica en la que vivimos, no lo dice).

¿Qué espacio le estamos dejando a esa persona para que lo diga libremente? ¿Y qué espacio se deja uno mismo a serlo si ser homosexual es negativo?.

Otro problema que tiene utilizar con sentido negativo ésta palabra es el posicionamiento propio que tenemos frente a la homosexualidad: nos proclamamos no homofóbicos o gays-friendly sin tomar más cartas en el asunto. Levantamos esa bandera porque es de progre hacerlo.

¿No deberíamos replantearnos, entonces, participar activamente de estas luchas desde el habla cotidiana?.

Subestimando el poder de la palabra dejamos de lado que el reproducir estos símbolos agudiza la discriminación por orientación sexual e identidad de género, lo que provoca “anular o perjudicar el reconocimiento, el goce o el ejercicio en pie de igualdad de derechos humanos y libertades fundamentales en los ámbitos económico, social y cultural o en cualquier otro ámbito de la vida”, se afirma en el manual “Diversidad sexual y derechos humanos” publicado por el INADI.

Entonces, si no nos planteamos estas preguntas, cuestionamos nuestras posiciones y dejamos de lado el “digo que pienso esto porque es lo que está “bien”” pasamos a tener una actitud hostil frente a la diversidad sexual produciendo, en definitiva, un estigma sobre las personas homosexuales y, además, reafirmamos la idea (aumentando su poder) de la heterosexualidad como la norma. En todos estos párrafos se puede leer como día a día, sin darnos cuenta e incluso hasta sin quererlo, ejercemos violencia verbal y, sobre todo, simbólica.

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